Victor M. Oxley
La ideología de género, particularmente en su versión
butleriana, sostiene que las identidades de género son construcciones sociales
performativas. Esta concepción se basa en una lectura ampliada del concepto de
performatividad de J. L. Austin, lo cual ha llevado a la multiplicación de
nuevas categorías identitarias. Entre estas categorías se encuentran, por
ejemplo, Identidades de género no
binarias (género fluido, agénero, bigénero, etc.), Orientaciones de deseo diferenciadas
(asexuales, demisexuales, pansexuales), Expresiones
de género específicas (androginia, femmeness, mascness), Corporalidades intencionalmente redefinidas
(personas trans, intersex, personas no medicalizadas), Disidencias político-subjetivas (queer, cuir, transfeminismo,
entre otras). Estas categorías adquieren una dimensión normativa y jurídica al
ser integradas en políticas públicas, leyes antidiscriminatorias, protocolos
institucionales y marcos educativos. El problema es que esta creación
categorial carece de una base epistemológicamente válida si se parte de una
noción mal aplicada de la performatividad del lenguaje.
Si bien Austin distinguió entre actos locutivos,
ilocutivos y perlocutivos, y reservó el término "performativo" para
actos de habla que, bajo condiciones convencionales adecuadas, realizan una
acción. Por su parte Judith Butler, en cambio, convierte la performatividad en
un mecanismo ontogenético del sujeto, trasladando el concepto del plano
lingüístico-pragmático al ontológico-social. Este salto epistémico carece de
justificación y desnaturaliza el concepto original, generando una ontología sin
anclaje empírico (analizamos esto en el artículo: https://liberalismoradicalparaguayo.blogspot.com/2025/04/la-performatividad-del-lenguaje-su.html
).
Como resultado de esta extrapolación, se produce una
proliferación adiposa de categorías identitarias. Estas, al ser institucionalizadas,
adquieren prioridad normativa en marcos jurídicos y políticos. La consecuencia
es que el ciudadano general queda desplazado como sujeto de derecho. El
reconocimiento legal se subordina a la pertenencia a una categoría reconocida.
Sean:
- 𝑈: conjunto de ciudadanos
- 𝑀:
conjunto de minorías {𝐶₁, ..., 𝐶ₙ}, con 𝐶ₙ ⊆ 𝑈
- 𝑃(𝑥):
"𝑥 tiene
protección efectiva"
- 𝑅(𝑥):
"𝑥 es
sujeto de derecho por humanidad"
- 𝐿(𝑥):
"𝑥 recibe
protección por categoría"
Entonces podemos afirmar que el sistema jurídico
clásico se construye sobre la universalización del principio de igualdad
formal: todo ser humano, por el solo hecho de serlo, accede al derecho. Esto
queda expresado en (1): ∀𝑥 ∈ 𝑈, 𝑅(𝑥) → 𝑃(𝑥) (Todo
sujeto humano tiene protección legal por el solo hecho de ser ciudadano
universal.)
Sin embargo,
el modelo categorial promovido por la ideología de género establece una
política del reconocimiento diferencial: no es suficiente ser sujeto de derecho
universal; es necesario ser identificado nominalmente como miembro de una categoría
específica para recibir protección. Esta lógica se formaliza en (2): ∀𝑥 ∈ 𝑈, (∃𝐶ᵢ ∈ 𝑀) (𝑥 ∈ 𝐶ᵢ) → 𝐿(𝑥) → 𝑃(𝑥) (Solo
aquellos sujetos que pertenecen a una categoría identitaria explícita tienen
protección eficaz.) y (3):
∃𝑥 ∈ 𝑈, (¬∃𝐶ᵢ ∈ 𝑀) (𝑥 ∈ 𝐶ᵢ) ∧ ¬𝐿(𝑥) → ¬𝑃(𝑥) (Al menos un sujeto, si no pertenece a ninguna
categoría nominada, queda sin protección efectiva.) Conclusión (4): (2) ∧ (3) → ¬ (1)
(La lógica particularista destruye la premisa de universalidad del derecho.)
La consecuencia lógica —y política— es que el sujeto
genérico, el ciudadano sin etiqueta,
se vuelve jurídicamente residual: no tiene a quién apelar, no por ser negado en
principio, sino por no ser afirmado por una categoría. El sujeto sin categoría
queda implícitamente excluido,
mientras que los sujetos con categoría son explícitamente incluidos. Esto subvierte el principio racional de
justicia distributiva.
Este resultado se manifiesta como una contradicción performativa en el plano del
derecho: la ideología que se presenta como inclusiva termina generando
nuevas formas de exclusión, operando sobre una lógica tautológica en la que “el
discurso crea la categoría; la categoría justifica la ley; la ley confirma la
validez del discurso.”
Esta estructura circular, carente de referencialidad
empírica o epistémica, deriva en un modelo de autorregulación dogmática, donde todo lo que no esté contenido en
las categorías discursivamente legitimadas, queda en la penumbra legal y
simbólica.
El discurso identitario se autorreproduce, nombra una
categoría, exige su reconocimiento legal, y luego utiliza la ley para validar
la existencia de la categoría. Esto configura una falacia de autojustificación
performativa. El resultado es una estructura circular que impide toda revisión
epistémica externa y convierte el lenguaje en dogma ideológico.
La crítica filosófica a estas construcciones es cada
vez más difícil, dado que todo cuestionamiento se interpreta como agresión
simbólica. Esto ha generado un sistema de inmunización discursiva donde el
disenso se penaliza incluso cuando es epistemológicamente legítimo. Asì podemos formalizar:
- 𝐷(ϕ): disidencia
- 𝐴(ϕ): percibida como agresión
- 𝑆(ϕ): sancionada
- 𝐸(ϕ): legítima epistemológicamente
Bajo un régimen discursivo pluralista racional tenemos
(1): 𝐸(𝜑) → ¬𝑆(𝜑) (Todo
discurso racionalmente legítimo no debe ser penalizado.) Bajo el esquema
ideológico inmunizante (2): 𝐷(𝜑) → 𝐴(𝜑) ∧ 𝐴(𝜑) → 𝑆(𝜑) (Toda
crítica se interpreta como ataque, y todo ataque es sancionable.) Entonces (3): ∃𝜑 tal que 𝐸(𝜑) ∧ 𝐷(𝜑) → 𝑆(𝜑) (Existen
discursos racionales que, por disentir, son penalizados.) Esto implica (4): ∃𝜑 tal que 𝐸(𝜑) ∧ 𝑆(𝜑) → ¬𝐿(𝜑)
(La libertad de pensamiento y expresión queda suprimida, aunque el discurso
sea racional.)
Esta estructura configura una claúsula epistemológica totalitaria: el discurso dominante no admite
contestación sin penalización. Se produce lo que podríamos llamar "dogmatismo performativo",
en el que no solo la realidad se define desde el lenguaje, sino que el lenguaje válido es solo aquel que confirma
la estructura de dicho dogma. Cualquier forma de disenso queda
desacreditada no por su falsedad, sino por su existencia misma.
Esta estrategia, más retórica que razonable, erosiona
uno de los fundamentos centrales de la democracia liberal: la libertad de pensamiento, de análisis y de
expresión. No hay crítica legítima si toda interrogación se interpreta
como amenaza ontológica; no hay racionalidad si toda objeción se criminaliza.
La imposibilidad de disentir sin ser penalizado equivale a la abolición funcional del pensamiento crítico, incluso
en sus formas más moderadas y argumentadas. En
síntesis:
- El
modelo de categorización identitaria de la ideología de género, lejos de
ampliar la igualdad, desestructura
la universalidad del derecho.
- Su
lógica tautológica produce categorías
cerradas, autorreferenciales y jerárquicas que priorizan grupos por
encima del ciudadano.
- Su
marco discursivo bloquea toda crítica, estableciendo un modelo en el que solo el asentimiento es permitido.
- Así, la ley se vuelve herramienta de
exclusión inversa, el
lenguaje se transforma en dogma, y el disenso en crimen.
Esta situación no solo es filosóficamente
insostenible, sino políticamente peligrosa. Defender la racionalidad crítica no
es una forma de odio, sino una condición indispensable para la libertad, el
conocimiento y la justicia.
El modelo categorial promovido por la ideología de
género desestructura el universalismo jurídico y sofoca la libertad epistémica.
Es urgente recuperar el principio de racionalidad crítica, restaurar el
lenguaje como instrumento de mediación y no de imposición, y defender la
condición de ciudadano como sujeto pleno del derecho.
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